BRECHA – El calcio italiano. La pelota es lo de menos

Con tres graves escándalos en un cuarto de siglo, el fútbol italiano no es seguramente el más limpio del mapa, aunque la cantidad de dinero circulante en una de las ligas más ricas del mundo hace que una cuota de corrupción sea probablemente endémica.

Gennaro Carotenuto desde Roma
El primer gran escándalo fue el llamado “Calcioscommesse” (scommesse quiere decir apuestas), en alusión a que los futbolistas arreglaban los partidos después de haber apostado dinero clandestinamente. Era un calcio aún a medida humana, las ganancias de los clubes venían todas de las canchas llenas o de presidentes adinerados, y en aquella época no había ni jugadores extranjeros y ni siquiera rioplatenses naturalizados.

Sin embargo, era una Italia en fase de modernización, donde la televisión estaba tomando una relevancia cada vez mayor. Y donde el fútbol se revelaría como el espectáculo televisivo por antonomasia. Así que para todos fue un shock ver en vivo por tevé (aún en blanco y negro), el 23 de marzo de 1980, aquellos autos de la policía conduciendo a la cárcel a algunas de las estrellas más populares. Entre ellas estaba Enrico Albertosi, el arquero del Mundial del 70, y Paolo Rossi, quien después de dos años de suspensión por corrupción fuera la estrella del Mundial de España. Decenas de jugadores pagaron caro, y dos clubes, el Lazio de Roma y el Milan (que todavía no pertenecía a Silvio Berlusconi), fueron condenados a bajar a la segunda división. A pesar de las graves condenas, pocos años después, en 1986, llegó el Calcioscommesse II y se entendió que el vicio de apostar y jugar a perder no se había perdido en el fútbol.
CALCIOPOLI. Dos décadas después llegó el tercer gran escándalo, en un calcio completamente distinto, dominado por la tevé satelital y por una cantidad de plata que los futbolistas de los ochenta ni siquiera podían soñar. Hoy los clubes estrella pagan sueldos de más de 100 millones de euros por año a sus plantillas. Por ejemplo, cuando Álvaro Recoba falló un penal que excluía al Inter de Milán de la Liga de Campeones, su equipo vio quemarse unos 30 millones de euros de posibles ingresos. Este fúbtol es una industria gigantesca, donde las inversiones millonarias de clubes que cotizan en la bolsa no se pueden dejar libradas al azar de una pelota ni de las piernas en pantalones cortos de los jugadores. Y no es tan importante ganar, levantar copas, como seguir controlando una tajada importante del enorme bacalao llamado calcio. Y así también la corrupción tuvo que cambiar y hacerse científica.
En vísperas de otro Mundial (el de 2006, que por casualidad también concluiría en un triunfo para Italia), explota el escándalo alrededor de Luciano Moggi, el todopoderoso director general del Juventus de Turín, el club más importante del país, en el cual nada se mueve sin ser rígidamente controlado. Hay un arreglo de cartel con el Milan (otra vez involucrado). Los dos equipos se reparten equitativamente las partes más grandes de la torta, empezando por la tevé, cuyas ganancias rondan los mil millones de euros. Los clubes menores se tienen que adecuar si quieren sobrevivir. Lo descubre la Fiorentina, de Florencia, que en la época de Batistuta había declarado la guerra a los poderosos del norte, y que cuando arriesgó con dar quiebra por segunda vez en cinco años decidió rendirse y aceptar las reglas (negras) del juego. Lo entienden los jugadores, que si quieren jugar en los mayores equipos y hasta ser seleccionados en la Nazionale y entrar en el giro gordo, deben aceptar ser representados por una única sociedad, la gea (suerte de Tenfield italiana), propiedad del hijo de Moggi, del hijo del seleccionador de Italia de entonces (Marcello Lippi), de la hija del dueño del Banco de Roma y otros jóvenes poderosísimos. No es corrupción, no tienen que venderse en la cancha, alcanza con venderse antes. Lo entienden los árbitros. La tevé impide despistes clamorosos, se juega más sutil. Por ejemplo, administrando las tarjetas amarillas domingo a domingo, para hacer que el club que debe viajar a Turín para jugar con la Juve, casualmente se encuentre con uno o dos de sus mejores jugadores imposibilitados de hacerlo por acumular demasiadas sanciones.
En el calcio de Luciano Moggi (y sus cientos de cómplices) nada pasaba porque sí, pero si al final las cuentas salían a todos les tocaba un poco de bacalao. Todo era arreglado en decenas de miles de llamadas telefónicas, utilizando tarjetas de países extranjeros. Moggi las regalaba a los suyos, manager, jugadores, dirigentes, árbitros. Hablaba por teléfono un sinfín de horas por día y hasta decidía los árbitros de los amistosos, pero cuando descubrió que todo estaba grabado por la policía gritó “complot”. Su carrera terminó (al menos oficialmente), y hasta podría ir preso si prospera un juicio penal. La Juve fue descendida a la B por primera vez en su gloriosa historia y le quitaron dos scudetti. El Milan, la Fiorentina, el Lazio y varios equipos menores fueron sancionados.