Buscando a Malcom X

A pesar del toque de queda no disminuyen los disturbios en París. Las periferias de Francia estallan en insurrecciones con causas pero sin proyectos. En la violencia y en el repudio nihilista del consumismo neoliberal por ahora no surgen líderes. Podrían tener las caras de Adolf Hitler, Osama Bin Laden, Gandhi o quizás Malcom X.

Gennaro Carotenuto

La clase política francesa aparece totalmente inadecuada a enfrentarse a la situación a dos semanas de la insurrección de las banlieu –periferias- de París y de toda Francia. El gobierno de derechas, en la persona del ministro de interior Nikolas Sarkozy, se hace el duro: tantos arrestos, tantos expulsados, y tiene alta la tensión provocando los levantados. Existe un problema de orden público aunque no es sólo un problema de orden público como prefiere pensar Sarkozy. La ultraderecha denuncia un inexistente complot islamista. Las izquierdas tergiversan. Evocan medidas sociales, pero sin cuestionar el sistema consumista y competitivo que ha causado el estallido. Es una clase política prisionera de los esquemas políticos del último cuarto del siglo XX, cuando aún podían vivir en la ilusión que el neoliberalismo pudiera funcionar. Fue entonces que la izquierda política abdicó definitivamente de su papel histórico de proyectar y proponer el cambio y se hizo elemento de conservación. Aún a principios de los 80 el programa del gobierno socialista era distinguible desde un programa de derechas. Hoy derechas e izquierdas son parte de una aristocracia decadente –la misma que se reúne en cumbres o en G8- que parece vivir en Versailles a la vigilia del 14 de julio 1789.

Afuera del palacio real el mundo explota. Las ciudades han venido creciendo en círculos concéntricos. En el centro están los más acomodados y el poder. En las cercanías los burgueses. En la época fordista –parece ayer– el tercero y el cuarto cerco eran el cinturón industrial, normalmente rojo, donde el inmigrante, francés o extranjero, conseguía desempeñarse en un proceso de promoción social. Es el “ascensor social” que en nuestra época neoliberal no funciona más. Hoy se prescinde del trabajo asalariado y se ideologizan los recortes salvajes al Estado de bienestar penalizando antes que nada a las periferias. En ellas el desempleo juvenil supera el 50 por ciento y los pocos que trabajan son precarios. Aunque muchos son inmigrantes de tercera o cuarta generación, todos son franceses, hablan perfectamente el idioma, frecuentaron escuelas francesas y ahí consiguieron sus títulos: hasta ahí llega la integración. Sus padres pagaron precios altísimos pero obtuvieron trabajo y papeles.
En 1960 Alain Delon, en una célebre película de Luchino Visconti, “Rocco y sus hermanos”, es un joven inmigrante que del Sur de Italia se establece en la periferia de Milán y declara: “Yo deseo un auto. Pero antes del auto necesito desear todo lo que viene antes. A empezar por un trabajo digno y seguro”. El trabajo, digno y estable, no está incluido entre los bienes al alcance para los jóvenes de la periferia francesa. Los levantados concluyen que no pueden entrar en Francia porque ya no hay ningún camino, autobús o ascensor que conecte las periferias con el país. No son ellos los que cortan las rutas, es el neoliberalismo quien las cortó.

Así decenas de miles de jóvenes excluidos han pasado las últimas dos semanas quemando todo. Las bandas ni siquiera intentan salir de sus guetos. Los casseurs –demoledores, como se definen en francés- ni siquiera han intentado exportar la violencia a los centros acomodados y consumistas de las ciudades. No hay -por ahora- una Bastilla para tomar y ni siquiera tiendas de lujo para saquear. Es el suicidio social de una generación. Queman las autos de los padres de sus amigos, las guarderías donde van los hermanos, los gimnasios que frecuentan, los autobuses que los conectan al mundo exterior. Los chicos, en su violencia nihilista, ya no se tragan el cuento vendido durante décadas del ingreso a Francia como ciudadanos. Y ahí se quedan, quemando la periferia donde nacieron, sin esperanza ni futuro.

Si las culpas por el deterioro de las periferias –como resultante de la crisis de la ciudad posindustrial– no son todas de Sarkozy, el levantamiento es el fracaso de la sociedad sarkoziana. Ésta mira al modelo económico anglosajón, imponiéndolo bajo el puño de hierro de “la ley y el orden” y poniendo en la mira exclusivamente dos categorías: jóvenes e inmigrantes. Sarkozy –que en la última ley de presupuesto quitó 300 millones de euros a las periferias– no inventa nada. Copia al “izquierdista” Tony Blair que hace dos años impuso el toque de queda a los menores por crímenes tan graves como llevar una campera con capucha y que no acepta haber sido derrotado en imponer el arresto hasta 90 días sin formular ninguna acusación. Una medida que hubiese suspendido el derecho al Habeas Corpus en Gran Bretaña igualándolo a Irán o a China.

“Ley y orden” es lo que se le pide a un gobernante europeo para sustentar un sistema ineficiente –el neoliberal- que produce excluidos con la misma rapidez con la cual la fábrica fordista producía automóviles. Imponen “Ley y orden” en el intento de reproducir el sistema liberal estadounidense y terminan enfrentándose a una inviable competición con China que produce sólo más excluidos y más precariedad. Los europeos abrieron sus mercados en la ilusión de seguir siendo más fuertes de lo que son. A menos de no aceptar que la violencia parisina se haga endémica, la única solución traumática –si es que hay una- es repudiar un sistema regulado por la competición para sustituirlo con uno fundado en la cooperación.

La tentación de aceptar un sistema de exclusión endémicamente violento es fuerte. Estados Unidos tiene tres millones de presos y va muy bien, podría contestar Sarkozy y encontraría el favor de los electores de la ultraderecha de Jean-Marie Le Pen.

Sin embargo París, más que la estatua de la libertad, es la idea misma de los valores occidentales compartidos. París, con su “libertad, igualdad, fraternidad” es la “summa theologica” de la presunta superioridad y deseabilidad de estos valores. No se puede seguir quemando mil autos por noche y no se puede acallar la bronca de una generación de excluidos solo con “Ley y orden”. Algo pasará. Surgirán líderes que se desprenderán del dogma neoliberal. Podrán ser odiosos: un Hitler que interprete el miedo de las clases medias, un Osama Bin Laden que lleve definitivamente al choque de civilizaciones. Serían dos caras de la misma moneda como Bush y Saddam y llevarían a una guerra civil probablemente europea.

Hoy parece menos probable que nazca otro Gandhi que como en 1930 conduzca a los chicos de los suburbios en una nueva Marcha de la Sal, contra la definitiva anglosajonización de la sociedad y hacia una nueva idea de convivencia y de ciudad. De la misma manera es difícil que la izquierda política puede reciclarse y volverse representativas de estos excluidos. Debería ser un Antonio Gramsci con su lucidez de análisis, pero sin obreros –que ya no existen- ni campesinos –que son de derechas- lograrán los intelectuales representar ese lumpenproletariado desesperado? Queda la posibilidad que nazca un nuevo Malcom X. Hablaría el mismo lenguaje y sintetizaría la bronca de una generación en un proyecto identitario que quien sabe que rumbo tomará.