Brecha: Margaret Thatcher, la “pasionaria del privilegio”

 

Margaret Thatcher fue una revolucionaria. Fue la “Pasionaria del privilegio” –según la definición del ex primer ministro laborista Harold Wilson–, la que desmanteló los fundamentos de la democracia, poniéndola en manos de la parte más perversa de la economía capitalista: la de las finanzas. Thatcher triunfó, quebró a una clase obrera que nunca más se levantó y murió en su cama, como su amigo Augusto Pinochet.

Si usted tiene un trabajo precario, si se le ha negado una educación pública adecuada, si está enfermo y no tiene derecho a servicios sanitarios dignos y no puede permitirse el lujo de los privados, si cree que nunca va a tener una jubilación decente, entonces, al menos en parte, se lo podrá agradecer a la baronesa Thatcher. Hija de un pequeño comerciante, “Maggie” construyó su caparazón de acero para ser aceptada por una clase dirigente de la cual anhelaba ser miembro. ¿Cuántos disgustos habrá soportado en su juventud para llegar a donde llegó, rodeada por decenas de personas nacidas en mejor cuna? Célebre fue su aseveración de que “la sociedad no existe, sólo existen los individuos”, y Thatcher se caracterizó por prestar atención a tales individuos, parcelados, egoístas, en una orgía retórica de libertad y meritocracia que solamente garantizaban la libertad de negocios y el respeto al –presunto– mérito de la riqueza, para mejor explotar al resto del país y el mundo. Tenía que ser más realista que el rey, más dura que todos los ricos de cuna. Y lo logró. Todavía era ministra de Educación, en 1970, cuando comenzó por quitarles la leche a los niños en las escuelas públicas, un aporte nutritivo a los hijos de los trabajadores hasta entonces garantizado por el Estado. La llamaron milk snatcher, ladrona de leche. Tres años más tarde su amigo Augusto Pinochet, apenas disipado el humo del bombardeo a La Moneda, aquel 11 de setiembre en Santiago de Chile, procedió de la misma manera. Para empezar a arrinconar al movimiento popular y a los trabajadores organizados había que volver hambrientos a sus niños, y el general les quitó la leche gratuita que habían conquistado bajo el gobierno de la Unidad Popular.
En su cabecera, Thatcher tenía a Friedrich von Hayek y Milton Friedman, teóricos de un fundamentalismo neoliberal que en la Europa de la posguerra, reconstruida bajo el capitalismo keynesiano y en la socialdemocracia, eran considerados dos extremistas inviables. Al menos ella, licenciada en Oxford, algo leía. Su compañero de andanzas estadounidense Ronald Reagan nada tenía en su cabecera. La “Dama de Hierro”, ante cualquier conflicto, buscó el choque, lo encontró, lo ganó. Memorable fue la digna resistencia de los mineros, la aristocracia obrera inglesa, que resultó aniquilada. Maggie fue absolutamente indiferente a la huelga de hambre de los nacionalistas irlandeses liderados por Bobby Sands: los dejó morir como moscas. Todo adversario era representado como un enemigo mortal: terrorista era Nelson Mandela, que luchaba contra el apartheid, terroristas eran los movimientos estudiantiles, terroristas eran los sandinistas de Nicaragua, así como terroristas eran todos los indígenas de Latinoamérica para el último emperador de su época, George W Bush, cuando ya todo se venía abajo.
La historia continuará preguntándose si ella, Reagan y el papa polaco Karol Wojtyla realmente derrumbaron a la Unión Soviética o si ésta cayó por su propio peso, marchita e inviable. Sea como fuere, con la urss en su crisis final todo fue más fácil para la revolución conservadora: ayudada por los medios de comunicación monopólicos mostraba sólo dos caminos, y uno ya había sido definitivamente cortado. Fue así libre de propagar una versión simplista de la sociedad en la que los intereses de los ricos supuestamente coincidían con el bien común. Los cuerpos intermedios, las representaciones de clase, el balance de las negociaciones, todo perdió sentido. Sólo el mercado debía reglamentar las relaciones sociales.

REVOLUCIONARIA. Margaret Thatcher fue la gran constructora del mundo unipolar y del pensamiento único, en el que la globalización neoliberal propondría la difusión universal de la supremacía occidental a través de los valores de “libertad” y “democracia”. Ya padecía de demencia senil cuando la crisis demostró que el predominio occidental era una ilusión y que la globalización neoliberal había acelerado su decadencia y marcado un empeoramiento en las condiciones de vida de todos los que nacimos a fines de los sesenta. Nuestros padres, por lo menos los europeos, consiguieron “el mejor slot” de la historia. Disfrutaron de buenas escuelas públicas, servicios sociales, trabajo seguro y se retiraron, por primera y acaso única vez en la historia, con jubilaciones decentes. Nosotros y nuestros hijos –thanks mistress Thatcher– nacimos al borde del abismo.
El antieuropeismo y su oposición a una unión política fue otro de los rasgos proverbiales de Thatcher, una tendencia que hoy parece triunfar. Junto a Ronald Reagan, como dijo el ex presidente de la Comisión Europea Romano Prodi, fue asimismo “la madre de la crisis actual”.
{restrict}Thatcher contribuyó sin dudas a quebrar la hegemonía cultural que la izquierda había conseguido en la posguerra. La sustituyó con la hegemonía del individualismo más duro, darwinista más que calvinista. Amiga íntima de dictadores como Pinochet (para la liberación del “paciente inglés” se gastó lo que nunca se había gastado en nadie después de la salida de Thatcher del 10 de Downing Street, la sede del gobierno británico), no tenía límite alguno. Para la guerra de las Malvinas hizo traer por la marina británica una bomba atómica. De ser necesario la hubiese lanzada sobre Buenos Aires, una ciudad de más de 12 millones de habitantes. La guerra le vino de perillas, al aparecer ante los ingleses como opuesta a una dictadura. Las Malvinas enfrentaban, en realidad, a dos regímenes que sufrían de crisis de consenso. En el momento de máxima dificultad para Margaret Thatcher, que se dirigía sin gloria hacia una derrota en las elecciones de 1983, después de cuatro años de un gobierno desastroso para los propios tories y con los índices de desempleo por las nubes, el aventurerismo de los generales argentinos fue el más preciado de los regalos: aquel consenso que no podía obtener en política económica y que solamente los monopolios mediáticos, haciéndole eco, le proporcionaban, lo obtuvo recurriendo al decrépito nacionalismo imperialista de la Union Jack.
Modernísima en intuir en el neoliberalismo la nueva frontera del conservadurismo, supo mirar atrás, al imperialismo clásico de las cañoneras y de la reina Victoria para construir el consenso de masas que se veía impedida de lograr al empujar sin piedad a millones de personas fuera del mercado de trabajo. Otra vez la nación le ganó a la clase y la comunidad militarizada a la solidaridad. Triunfando en el remoto sur del Atlántico, salvó su puesto de mando en Downing Street y siguió adelante con el desmantelamiento de la base industrial del país que había inventado la industria dos siglos antes.
Con ella el conservadurismo acabó siendo el partido de la transformación. Los sindicatos, las prudentes y responsables trade unions británicas, se transformaron de golpe en un freno al “reformismo”, palabra con un siglo de historia progresista repentinamente secuestrada por el otro campo. Fue así, sobre las ruinas de una derrota total de la clase obrera, que el principal émulo de Thatcher resultó ser el dirigente laborista Tony Blair. Privatizaciones de empresas públicas, como la de los ferrocarriles, aparecieron como un monumento a la ineficiencia del neoliberalismo: más caras, más peligrosas, de escasa calidad, más onerosas para un Estado obligado al oxímoron de subvencionarlas para mantenerlas en el mercado. Hoy en Gran Bretaña hay más desempleados, menos estudiantes universitarios, menos reservas, más deuda. Sólo las finanzas desreguladas hicieron ricos a algunos. Y eso teniendo en cuenta que desde 2008 el sistema bancario privado necesitó de casi un billón de libras provenientes del Tesoro para sobrevivir. El Estado no se las negó.
El autor de esta nota vivía en Londres en noviembre de 1990, cuando Margaret Thatcher abandonó el número 10 de Downing Street. Guardé durante años un ejemplar del semanario The Economist –la biblia del neoliberalismo– que celebraba los éxitos de una era política. En una tabla se podía apreciar cómo en los 12 años anteriores (los de Thatcher) por cada persona que había superado las 50 mil libras de ganancia anual había otras diez que habían atravesado hacia abajo la frontera de las 5 mil. Para “hacer un rico” –ellos mismos lo admitían– había sido necesario empujar a la pobreza a diez personas. El precio del neoliberalismo.