Brecha – El cuerpo del halcón

Ariel Sharon permanece internado en un hospital de Jerusalén y es muy difícil que pueda volver a la vida pública. Se estaría yendo el último patriarca israelí. Por la retirada de Gaza será recordado como un “hombre de paz”, pero para muchos su nombre estará siempre asociado a las masacres de palestinos de los campos de refugiados de Sabra y Chatila.
Gennaro Carotenuto

El cuerpo del líder moribundo (o ya muerto) es parte del tradicional uso público de la historia. Un jefe no puede morir a destiempo. Dejaría a los suyos dos veces huérfanos: de él, políticamente, y de un proceso de sucesión bien ajustado, sin riesgos. Francisco Franco, Leonid Brezhnev, Juan Pablo II, tardaron meses en morirse, no los dejaron morirse, para que nada fuera dejado al azar. Hubo cuerpos como el de Ernesto Guevara que durante décadas fue negado a la piedad de los suyos. Y sin embargo su cuerpo, violado y escondido a la vista humana, fue exhibido primero por sus verdugos y luego sustituido por un cuerpo-icono, político y pop. Hoy el cuerpo del halcón Sharon, un líder también físicamente importante, no vuela más. Una, dos, tres cirugías cerebrales posiblemente alejaron su muerte física pero decretaron la inexorabilidad de su muerte política. Maniatado por cánulas y cables, es lo más lejano de lo que el líder israelí fue y quiso ser en su vida, un hombre de acción, un guerrero, un combatiente odiado por sus enemigos y amado por los suyos. Su pueblo espera su muerte o un milagro para el hombre en el cual confió y que le restituyó seguridad frente al desconcierto y al terror de los kamikazes, cuerpos que destruyen cuerpos destruyéndose. El arco político israelí, huérfano en su totalidad, intenta ocupar el enorme espacio dejado repentinamente libre por la enorme corpulencia del líder de la derecha, que desde hace cinco años sintetizaba probablemente todas las unidades y todas las divisiones que conforman la sociedad israelí.
Ninguna democracia es tan frenética como la israelí. Decenas de micropartidos se alían y enemistan continuamente, se alistan en mayorías de gobierno para salir de éstas al día o al mes siguiente y luego regresar. Y Ariel Sharon, Arik, como le dicen, no era la excepción. En vísperas de sus 78 años terminaba de abandonar su partido de siempre, el Likud, fundar otro, Kadima, y correr hacia unas elecciones que en marzo con toda probabilidad le hubiesen vuelto a entregar la jefatura del gobierno. Sin embargo, representó en los últimos años el pulmón de su país, dirigió un gobierno nunca tan encarnado por la personalidad de su líder hasta perfilar una suerte de monarquía republicana, y ahora deja un partido ficticio –Kadima– sin estructuras ni cuadros, ni programa que no fuera seguir a su jefe y fundador.

EL CARNICERO. Ariel Sheinermann (Sharon) nació en Palestina en la época del mandato británico, en 1928. Tiempos del sionismo histórico. Miles de hebreos emigraban a la tierra prometida en búsqueda del sueño de un Estado aun antes de que el antisemitismo, siempre presente en la historia europea, tomara forma de genocidio. Ya en la guerra de 1948-49, el joven Sharon es protagonista y es herido en batalla. En 1953 se gana la primera acusación por crímenes de guerra: estaba a la cabeza de la Unidad 101 cuando ésta asesina a 69 civiles jordanos en una acción de represalia. En 1972 la violencia con la cual conduce la limpieza étnica de los palestinos del sur de la Franja de Gaza queda en el recuerdo por su crueldad: decenas de miles de palestinos son obligados a evacuar sus tierras, a las cuales Sharon –como en un asedio medieval– privó de agua. En 1973, en la guerra del Yom Kippur, desobedeció órdenes, acusando a sus superiores de cobardía. Esa insubordinación le hizo ganar la admiración de muchos, pero fue suficiente para terminar con su carrera militar. Así fue este personaje: cautivó a sus compatriotas gracias a este glorioso pero controvertido pasado militar, en el cual coraje y brutalidad se mezclan y en el cual el desprecio por la vida del enemigo árabe se acompaña con la habilidad de cambiar la jugada y, de ser posible, dar vuelta el tablero, como hizo con la retirada de Gaza el año pasado.
Diputado desde 1977, es la mente y la espada de los colonos que ocupan ilegalmente Cisjordania y Gaza y que en él se identifican. Como político se opuso siempre a cualquier acuerdo de paz. “Buldózer”, le decían. Rechazó la paz con Egipto, y aun con Jordania, y los acuerdos de Oslo. Ministro de Agricultura primero y de Defensa después, proyecta y conduce la invasión de Líbano de 1982, una guerra que a lo largo de 18 años provocó decenas de miles de muertos en ambos bandos y que concluyó volviendo al punto de partida. Su visión del conflicto era puramente militar: la guerra era necesaria para cortar las líneas de aprovisionamiento de la guerrilla palestina en el sur del país de los cedros. Pero el propio gobierno israelí debió admitir su responsabilidad directa en una de las más atroces masacres de la segunda mitad del siglo xx: la de los campos de refugiados de Sabra y Chatila, donde encontraron la muerte más de 2 mil personas inermes, principalmente mujeres y niños.

¿UN HOMBRE DE PAZ? Su carrera tarda en recuperarse de ese acto de horror. Pero después del asesinato del primer ministro Itzhak Rabin en 1995, el giro a la derecha de la política israelí lo encuentra como protagonista natural. En 2000 vuelve a buscar el choque con los palestinos, con el histórico y provocativo paseo por la explanada de las mezquitas en Jerusalén, que originará la Intifada Al Aqsa. Tomando como justificación la locura homicida de los kamikazes palestinos, Sharon logra sus dos principales objetivos: la deslegitimación de Yasser Arafat como líder internacionalmente respetado, y la política anexionista: divide y cerca el territorio palestino con un enorme muro, roba tierras, ofrece a los colonos ilegales campos irrigados en una de las tierras más áridas del mundo y les deja a los palestinos un pedazo de arena y piedras donde no cuesta nada conceder que podría nacer ahí un Estado “autónomo”, pobre, y sin otro recurso que depender de ayudas internacionales. Anestesiado el conflicto, muerto Arafat, puesto bajo control el terrorismo, y derrotado militarmente el enemigo, Sharon, el triunfador, con la misma lógica militar que lo distinguió toda su vida, pudo proceder a la retirada de Gaza. Fue así que decidió sacrificar a las menores, menos defendibles y más costosas de las colonias para perpetuar la dominación sobre la mejor parte de Judea y Samaria (Cisjordania). Más allá del dramatismo y las divisiones dentro de la sociedad israelí, el precio que pagó por esta iniciativa fue muy bajo. El halcón irresponsable del cual sus mismos aliados desconfiaban se transformó así en el hombre de paz mimado por el mundo mediático occidental. Sin embargo Sharon, también en este último pasaje, accionó como siempre, de manera unilateral. Eliminado Arafat del tablero no reconoció a sus sucesores y no se sentó a ninguna mesa de negociación. Impuso su voluntad, una vez más, pero dejó todos los problemas en el tapete para las generaciones –israelíes y palestinas– que lo seguirán. Abandonó Gaza por propia voluntad concediendo únicamente lo que quiso conceder, y sobre todo sin reconocer absolutamente nada al enemigo derrotado.
Para su gente aparecía como un nuevo rey de Israel, un nuevo David. Su aspecto físico, extremadamente atractivo en sus tiempos mozos, su estilo de vida de aristócrata de la tierra, la mitología de su heroica carrera militar, contribuyeron a hacer de Sharon el prototipo del líder.
El giro a la derecha de la política israelí que antes cabalgó, llegando a la cabeza del país, y luego controló, lo llevó a abandonar el Likud para fundar una nueva agrupación que se define centrista. Sin embargo no es Sharon quien se movió hacia el centro. Él permaneció siempre igual a sí mismo, y como político actuó permanentemente como un militar. Hasta la izquierda, atenazada entre el terrorismo palestino y el extremismo fundamentalista de los colonos, lo percibió como un ancla para tiempos que sin él serán aun más difíciles. La Israel de Sharon y de los padres fundadores triunfó militarmente y sin embargo sólo la política puede diseñar un futuro de convivencia. Sharon –pero también Arafat y toda aquella generación palestina– deja a dos pueblos –el israelí y el palestino– sin un liderazgo creíble y sin una posibilidad de paz que no sea basada en la fuerza, en la aniquilación del otro. Y quizás –aunque Arik no lo reconocería nunca– ésta es la derrota más grave de su vida.