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Brecha – El siglo de la precariedad

En principio fue la fábrica. Antes de la fábrica ni siquiera existía el trabajo. O si existía, los que trabajaban eran mil peones tomados singularmente. Sin fábrica no había masas. La fábrica creó la clase, los sindicatos, los partidos, la conciencia de sí.

Gennaro Carotenuto

Cuando Karl Marx y Mijail Bakunin terminaron de pelearse empezó el divertimento. Los trabajadores unidos en sindicatos y partidos lograban más que atomizados. En el siglo XX llegó Henry Ford. Existían las masas y Henry Ford entendió que se podía torcerle el brazo a la conciencia de clase para que los obreros soñaran consumir los mismos productos que producían. Sin embargo eran los capitalistas los que mientras tanto se atomizaban. El economista inglés John Maynard Keynes teorizó la alianza entre capital y trabajo bajo la conducción del Estado. Esto, especialmente en la Europa rica, fue suficiente para alejar el canto de sirenas del socialismo real con derechos, seguridad social y laboral.

Terminada la Guerra Fría, ya ningún pacto resultaba necesario entre capital y trabajo. Al menos no le resultaba necesario al capital. Después de la Guerra Fría podía empezar otra guerra: al trabajo. Llegaban Ronald Reagan, Margaret Thatcher, y sus epígonos criollos. Triunfaron en épicas batallas contra mineros y trabajadores estatales bajo una sola lógica: había que derrotar el poder de los trabajadores organizados. Lo lograron y la alianza que había producido el Estado de bienestar y derrotado al socialismo no dio para más. La fábrica fordista seguía siendo productiva en términos económicos, y sin embargo tenía un defecto: ahí los trabajadores, a veces decenas de miles, se unían y seguían mirándose como clase. Utilizando la teología del libre mercado, una extraña religión que prende velas a una mano invisible que todo lo arregla, y ayudándose con las diferencias entre norte y sur, oeste y este, el capital fracturó sistemáticamente a la clase obrera. Las grandes fábricas empezaron por tercerizar y terminaron deslocalizando.

Nacieron así las maquiladoras. Cada uno tenía la suya. Estados Unidos tenía a México y con el alca quería tener toda Latinoamérica. Japón tenía media Asia y Europa tenía su este (millones de trabajadores calificados, sobrevivientes del fracaso del socialismo real). Cuando el comité central del Partido Comunista de China decretó que “enriquecerse es glorioso” barrió con todo. Podía pasar sólo en China donde muchos son los budistas que creen en la reencarnación. Por ahora cientos de millones trabajan en condiciones que aparentan la Manchester de la primera revolución industrial descrita por Carlos Marx.

Del norte al sur del mundo jóvenes de clase media dejaron de consumir, fundar familias, comprar autos o casas y parir hijos. ¿Con qué comprar si no tengo nada seguro? Jóvenes proletarios se hundieron en los sectores informales. El sueño de Henry Ford –que fueran sus mismos trabajadores los que compraran sus autos– fracasó y la precariedad se expandió. Lo único que interesa del trabajo es su costo: bajo. Los historiadores definimos el siglo xx de muchas maneras, por las masas, por el Holocausto judío, o por las guerras mundiales. Pero si tuvo alguna razón Francis Fukuyama cuando proclamó el fin de la historia, el siglo XXI podría ser el siglo de la precariedad, y el malherido siglo xx pasaría a ser el añorado siglo de la (casi) inclusión social.